El Papa Juan Pablo II, en la carta “En el inicio del nuevo milenio”, invita a toda la Iglesia a tomar consciencia de que no puede existir experiencia de Dios, ni apostolado autentico, ni amor fraterno, ni una humanidad unida en la construcción de la civilación del amor sin la oración.
Para que podamos hacer algo bueno adentro y afuera de nosotros, para que podamos producir frutos abundantes en la vid que es Cristo, necesitamos entrar en plena comunión con Él. Repetimos varias veces que la oración no es una imposición, una ley que nos obliga y esclaviza, sino una necesidad, una urgencia del corazón que, sintiéndose solitario, exilado, incomprendido, busca ansiosamente un amigo que lo pueda amar y escuchar. En la oración, Dios y el hombre se aman reciprocamente, y uno se queda feliz de contemplarse en el otro. Dios se contempla en el hombre creado a su imagen y semejanza, y el hombre se contempla en Dios, viendo a lo que es llamado a ser.
La oración nos libera de todos los nudos, permitenos alzar vuelo. Santa Teresa de Ávila dice que somos llamados, como una paloma blanca, a alzar vuelo para Dios, a entrar, venciendo los obstáculos, en el castillo interior; y la puerta por la cual entramos en este castillo es la oración.
Cuando nosotros nos decidimos a rezar es porque nos encontramos en dificultades y no sabemos como salir de ellas solos, o estamos tomados por una alegria tan grande que no podemos hacer otra cosa sino gritar a los siete vientos: “Gracias, Señor”. Es algo más grande que nosotros. Los indiferentes, los insensibles, los que se sienten bien con el “estar en el suelo” y no desean volar y ultrapasar el azul del cielo para estar con el Señor, nunca van a ser grandes orantes.
Pero, si rezar es tan bueno -como dicen los místicos, los santos, los hombres y mujeres que han gastado sus vidas buscando el rostro del Amado-, por qué para nosotros hay momentos en que la oración se hace dificil? Cuales son las dificultades mayores que encontramos en la oración y cómo superarlas? Para vencer las dificultades es necesario, antes de todo, tener mucha confianza en Dios y poca en nosotros. Es tener consciencia de que el Señor nos va dar la alegria de estar con Él. Él, como Padre amoroso, se alegra cuando nos ve luchando contra los enemigos que nos impiden de amarle y adorarle.
No tener miedo al fracaso
Todas las cosas tienen los colores con las que las pintamos; dependen de la mirada con la cual la contemplamos. Para el pesimista, todo vá mal; para el optimista, casi todo va bien.
Nuestra oración es siempre atendida por Dios. Inclusive cuando parece que no, Él nos escucha y, en su infinita sabiduria, nos dá lo que necesitamos para nuestro crecimiento. Solamente Dios sabe lo que realmente necesitamos, y jamás Él cierra los oídos a nuestros gritos y súplicas. Cuantas veces en mi vida, cuando era más jóven, creia que Dios se “divertía”, casi con un cierto “sadismo”, negándome lo que le pedia con tanta insistencia. Pero, con el pasar del tiempo, siendo madurado al sol del sufrimiento y de la experiencia, fui viendo que Dios actúa de forma diferente. Fui recordándome de las palabras del profeta Isaías: “Mis caminos no son vuestros caminos”; o de Jesus: “El Padre sabe lo que ustedes necesitan antes que ustedes pidan”.
Ser confiante en el amor misericordioso de Dios es darle a Él la libertad de actuar en nuestra vida. Una libertad que siempre es puesta a servicio del ser humano. La oración, nos recuerda el Catecismo, es un verdadero combate. Una vigilancia perenne sobre nosotros mismos para no dejarnos entrar en el corazón de los sentimientos que impiden nuestro encuentro filial con Dios.
“En fin, nuestro combate debe enfrentar aquello que sentimos como nuestros fracasos en la oración: desánimo delante de nuestra aridez, tristeza por no haber dado todo al Señor, por tener “muchos bienes”, decepción por no ser atendido según nuestra propia voluntad, insulto a nuestro orgullo (el cual no acepta nuestra indignidad de pecadores), alergia a la gratuidad de la oración, etc. La conclusión es siempre la misma: para que rezar? Para superar estos obstaculos es preciso luchar para tener la humildad, la confianza, la perseverancia” (Catm 2728).
Delante de todo eso es bueno convencernos de que la oración exige esfuerzo nuestro. Todo diálogo, para ser constructivo, va exigiendo una constante atención a lo que ocurre adentro de nosotros. Orar es abrir nuestra humanidad para que lo divino pueda entrar. Nunca debemos destruir nuestra sensibilidad, a nuestra humanidad, sino volverla más atenta y abierta a la acción de Dios en nosotros.
La alegria de ser distraído
Nos enseñaron a considerar las distracciones como la mayor dificultar de nuestra vida de oración, a verlas como “avispas” que no nos dejan tranquilos cuando queremos estar a solas con aquel que amamos, un estorbo en el diálogo, en el amor y en la vida. Ser distraído fue considerado como algo irrespetuoso por aquello que estamos haciendo. Delante de esta dificultad común en todos nosotros debemos, sin duda, reconsiderar nuestra actitud frente a las distracciones en la vida de oración.
Es preciso tomar consciencia de que no somos distraídos solamente en la oración, sino en todas las actividades. Cuantas veces estamos delante de la tele, pero nuestro corazón, fantasia y pensamientos están tan distantes que preguntamos a alguién: “De que trata este programa?” o quién de nosotros no se vio distraído en el tráfico a punto de entrar en una calle equivocada? O aún, durante los estudios leyó cinco páginas y nada retuvo en la memória porque estaba distraido… La distracción, por lo tanto, hace parte de nuestra humanidad. Nadie consigue pensar horas en el mismo asunto y argumento. El ser humano és voluble; tiene necesidad de volar a tantos lugares, pensar en muchas cosas al mismo tiempo… Como la abeja va de flor en flor y, sin parar en ninguna, vá chupando el néctar para su vida personal y comunitaria.
Ser distraido puede ser considerado no como un mal, sino como una fuerte intuición del amor. A veces, puede ser que el Espíritu Santo esté queriendo hacernos recordar de algo importante. Quién sabe, estás rezando y, de inmediato, te viene el pensamiento de que olvidaste de apagar el gas de la cocina… Santa distracción, que te lleva a correr y huir del peligro! O si rezando se “distrae” pensando en los padres, en los trabajos, en las dificultades, en la falta de amor, en las personas… És el momento para que pongas todo en el corazón de Dios y transformar esas distracciones en motivaciones orantes para tu vida.
Delante de las distracciones tenemos dos opciones: asumir nuestra situación y lo que nos viene a la mente, al corazón, y hacer de todo eso oración a ser presentada a Dios, lo cual es el mejor camino; o “llamar de vuelta” a nuestra memória, a nuestra atención a lo que estamos meditando. Este constante esfuerzo és agradable al Señor porque manifiesta nuestro amor y nuestra decisión de estar atentos a la voz del Espíritu.
Es bueno no perder tiempo con las distracciones, no dejarse atraer por ellas, pero saber administrarlas con paciencia y alegría. Cuanto menos importancia les damos, menos ellas nos persiguen. Esta sabiduria es propia de los santos y de quien quiere ser santo. “Pensar”, nos advierte Teresa de Ávila, “lo que estamos diciendo y a quien lo estamos diciendo. No sería justo hablar con una persona pensando en otras cosas o con una mirada distante, como quién está cansado de la presencia del amigo”.
Esta sabiduria está presente en la pedagogia de la Iglesia que, en el Catecismo, nos recuerda: “La dificultad común de nuestra oración es la distracción. Esta puede referirse a las palabras y a su sentido, en la oración vocal (litúrgica o personal), en la meditación y en la oración mental. Perseguir obsesivamente las distracciones seria caer en sus trampas, ya que es suficiente volver a nuestro corazón: una distracción nos revela aquello a lo que estamos presos, y esta tomada de consciencia humilde delante del Señor debe despertar nuestro amor preferencial por Él, ofreciéndole resolutamente nuestro corazón, para que Él lo purifique. Ahí se situa el combate: la elección del señor al cual servir. Positivamente, el combate contra nuestro “yo” posesivo y dominador es la vigilancia, la sobriedad del corazón” (Cat, 2729).
Cuando percibimos que estamos “volando por ahí”, debemos aprender a volver “al asunto” y no permitir que alguién nos distraiga del amor que debemos donar al Amado. “Yo dormia, pero mi corazón velaba…” Quién vive en la tensión del amor será siempre como Maria, que “guardaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba”.
Las distracciones, las fantasías son las locas de la casa y por eso necesitamos aprender a recogerlas cuando quieren ir más lejos de lo que les es permitido. Superar las distracciones es un ejercicio. Nunca llegaremos a evitarlas plenamente. Solamente con una gracia especial del Señor o un extase o una visión, cuando todas nuestras potencias están suspensas. Mientras estemos por acá mismo es necesario saber poner, como nos dice el salmista, “freno y cabestro” a las fantasias y distracciones para que no nos lleven lejos de nuestro Amado. Es necesario dominar, administrar las distracciones sin violencia. El secreto es que, segun la intensidad de nuestro amor que arde en nuestro corazón, estaremos más atentos y fieles al amor de nuestro Dios.
En el pasado yo me ponía nervioso, inquieto, desanimado frente a las destracciones de mi vida. Hoy, quienes se desaniman son las distracciones, porque saben que, cuando golpean a mi puerta, en la mayoria de las veces, la encuentran cerrada.
Es necesario vencer las distracciones con la fuerza del amor. Pero, si ellas vienen, conviene aprovechar lo que traen, reciclar todo eso y transformar en oración. Inclusive cuando las distracciones traen a la memoria el pecado, que es como basura, es necesario recordar que la basura reciclado genera energia y fuerza. Reciclar las distracciones es hacerla pasar por el corazón de Dios. Que el texto del apostol Pablo pueda servirnos de ejemplo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?… Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Rm 8,35-37). Nada puede separarnos del amor de Cristo. Ni las distracciones, heridas o pensamientos inútiles; nada ni nadie, porque Cristo es nuestro y nosostros de Él.
“El intelecto no se fija en nada, parece frenético, de tal modo está descontrolado. Quien está así verá, por causa del sufrimiento que le sobreviene, que no es culpable por eso. No se debe afligir, porque es peor, ni cansarse en querer traer a la razón quien no la tiene, esto és, su próprio intelecto; reza como puedas… De nuestra parte, lo que podemos hacer es buscar estar a solas con Dios, y quiera Dios que eso nos baste, como digo, para que entendamos con quien estamos y la respuesta que el Señor da a nuestros pedidos. Pensais que Él está callado? Inclusive cuando no escuchemos, Él nos habla al corazón cuando de corazón le pedimos.” (Santa Teresa)