Formación

¡Una vez más, Cuaresma!

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¡Una vez más, una oportunidad privilegiada para acoger gracias especiales reservadas únicamente para este tiempo!
Una vez más… la amenaza de llegar al final de los 40 días sin haber cumplido los propósitos hechos el miércoles de Ceniza: ¡reconciliación, oración, ayuno, penitencia, limosna y conversión!

¿Por qué será que todos los años, de una forma u otra, acabamos por no vivir la Cuaresma como nos gustaría? Tengo una hipótesis: porque no nos disponemos de verdad a vivirla como Dios quisiera, porque confiamos más en nosotros que en él.

Ve bien: cuando iniciamos la Cuaresma llenándonos de nuestros buenos y loables propósitos, acabamos por desanimarnos, desistir, tal vez hasta, en el día 40, ni recordarnos de hecho de lo que nos dispusimos a hacer. Porque aquí – en esta situación desgraciadamente tan corriente en nuestra vida espiritual – aquí, la fuerza es nuestra, el propósito es nuestro, los planes son… nuestros! Resultado: desastre total. ¡Continuamos con lo mismo! ¡Nada de resurrección!

¿Qué tal si hacemos diferente este año? ¡Qué tal examinar los últimos meses – o años! – de nuestra vida y percibir en Dios lo que Él está tratando de cambiar en nosotros? Esto da para saber no sólo a través de nuestro cuaderno de oración (¡una inmensa ayuda!), sino especialmente por lo que Dios intentó hacer en nuestra vida. ¡Mira bien: vida exterior, pero también interior!

Podemos preguntar a Jesús, sabiendo que Él siempre nos responde: “Señor, me haces percibir donde Tu gracia está actuando – o tratando de actuar – en los últimos tiempos. ¿Has intentado sacarme del orgullo? ¿De la vanidad? ¿De la cerradura en mí mismo? ¿Del resentimiento con alguien? ¿De la poca oración? ¿De la demasiada confianza en mí mismo? ¿De los excesos? ¿De la ridícula manía de creer que puedo salvarme a mí mismo?

La acción del Señor, no nos olvidemos, se llama gracia. Es ella la que cambia nuestra vida. Es la acción del poder de amor de nuestro Dios. Es con ella que Él golpea a la puerta y pide, humilde: “Déjame entrar. ¡Quiero cantar contigo!” “Queda a nosotros, como sabemos, el gesto simple, casi sin e¡Una vez más, Cuaresma!sfuerzo, de girar la llave, bajar el cerrojo y abrir la puerta.”

En nuestro orgullo, sin embargo, rechazamos gestos sencillos. Creemos que abrir la puerta al Señor que golpea supone que le hayamos ya preparado aquella súper cena con los más finos y caros manjares, exhibiendo nuestra grandeza. ¡Pobre de nosotros! Nunca le abriremos la puerta si estamos a la espera de tales finos manjares. ¡Sólo Él los puede dar! Nunca encontraremos al Señor si queremos, primero, “estar en condiciones”. ¡Es Él y sólo Él quien, con su gracia, nos las da!.

Nuestra autosuficiencia, aliada a la soberbia, puede incluso insinuar veladamente que esa historia de gracia, de puerta, de batida, de cena, no pasa de simbología para nuestra búsqueda de conversión, de cambio, de “proponerse ser mejor” y por ahí va. ¡Qué manía tiene la gente, de complicarse las cosas, Dios mío!

Ve bien: ni tú ni nadie tiene la más mínima capacidad de cambiar sin la gracia de Dios. ¡Comprende que es la gracia de Dios que te transforma, no tú mismo! Todo, pero todo, lo que algún día has realizado, cambiado, crecido, has conseguido de bueno no viene de ti, sino de la gracia!

¡Ihhhhhh! ¡Hay gente que se indigna al oír eso! Por supuesto, sé que la gracia supone la naturaleza, que Dios no impone su voluntad porque respeta nuestra libertad, que Él espera su colaboración con la gracia. Sin embargo, ¿dime si no es verdad que al leer que todo, pero todo, viene de la gracia de Dios, puede haber surgido – allí en el fondo de tu ser – una inquietud? Un malestar medio disfrazado, candidato a ser barrido por debajo de la alfombra del “no pensar”?

Una vez más, en la Cuaresma, el Señor golpea a tu puerta. Esta puerta llena de los clavos puntiagudos y oxidados del orgullo que rechazan la sumisión a la gracia. Puerta sellada por la autosuficiencia en todas sus mínimas brechas, trabada con las barras de hierro de la mentalidad de la auto-salvación, aquella que en que se piensa que nos salvaremos si hacemos un montón de cosas buenas a partir de nosotros mismos.

Sucede que Jesús está acostumbrado a clavos, negaciones y barreras, pero sigue golpeando insistente, impulsado por el amor. Un niño, al oír los golpes, correrá hasta la puerta, se pondrá en la punta de sus piececitos y abrirá el cerrojo, sonriendo, acogedor. Gratuito. Sin complicaciones. Movido por la gracia, abierto a la gracia, sediento de esa gracia.

Para que esta Cuaresma no sea más un fiasco de sus buenos propósitos, comienza desistiendo de su “fuerza de voluntad” y abriéndose a la gracia. “Comienza, preferentemente antes de la Cuaresma, siguiendo el consejo de San Agustín:” La confesión de las malas acciones es el paso inicial.” “Después del sacramento de la Reconciliación, como resultado de aquella revisión de las gracias de Dios no correspondidas del sexto párrafo, habiendo reconquistado, por pura gracia, el mismo estado en el que saliste en el Bautismo, corre a la puerta y abre, libre, sonriendo, confiado, como un niño.

Prepárate para una avalancha de gracia. En su pródiga sabiduría, Dios reserva gracias especiales para cada tiempo litúrgico. Prepárate, pues, para una gran avalancha. Como dice Santa Teresa, Dios se ofende cuando le pedimos poco. Se ofende, pues, cuando esperamos poco de Él. Pero se ofende más aún cuando no le recibimos, cuando no acogemos la abundancia de gracia que nos trae al golpear en la puerta.

¡Una vez más, Cuaresma! ¡Una vez más, el Señor golpea a la puerta! Abre, en las puntas de tus piececitos de niño y prepárate para cosechar el fruto incomparable de la Resurrección.

 


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