En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: «¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!». Palabra del Señor Lc 10, 21-24
“Te alabo, Padre del Cielo, porque les has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” Lc 10,21
El tiempo de Adviento es tiempo para experimentar la humildad y la pequeñez, contemplando el misterio de la Encarnación del Verbo, donde el Mesías nace en un comedero, un bebé frágil que necesita de la ayuda del hombre para alimentarse, protegerse del frío y del hogar amoroso que necesita para su misión salvadora. Sólo con un corazón humilde podremos caminar con el corazón abierto a las gracias propias del Adviento.
“Júbilo y alegría vendrán a su encuentro, tristeza y lamentación huirán” (Is 35,10) ¡El gran fruto del Adviento es que por la espera del Mesías, Dios quiere hacer una profunda renovación en nuestra alegría, que es contemplar la venida del Salvador! No nos confundiremos más sobre lo qué es nuestra felicidad, pues en Adviento estamos llamados a renovar nuestra confianza en la Salvación que nos regala Jesús.