Durante la celebración penitencial en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco, se refirió a la Iglesia como la casa que recibe a todos y a ninguno rechaza. Este viernes por la tarde, rodeado de cientos de fieles que lo acompañaron también durante el segundo aniversario de su Pontificado, el Obispo de Roma recordó que las puertas de la Iglesia “permanecen abiertas, para que quienes son tocados por la gracia, puedan encontrar la certeza de su perdón”.
El Papa Francisco contó que piensa frecuentemente en cómo la Iglesia puede hacer más evidente “su misión de ser testigo de su misericordia”, un camino -aseguró- que comienza con una conversión espiritual, y en este sentido anunció un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. “Será un Año Santo de la Misericordia”, puntualizó. Así este Año Santo, organizado por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, comenzará la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y finalizará el 20 de noviembre de 2016.
El Santo Padre se mostró además convencido de que “toda la Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer más fecunda lamisericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consolación a cada hombre y cada mujer de nuestro tiempo”.
(MZ-RV)
Palabras del Santo Padre:
También este año, en las vísperas del Cuarto domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la liturgia penitencial. Estamos unidos a tantos cristianos que, hoy en cada parte del mundo, han recibido la invitación a vivir este momento como signo de la bondad del Señor. El Sacramento de la Reconciliación, de hecho, permite acercarnos con confianza al Padre por tener la certeza de su perdón. Él es verdaderamente “rico de misericordia” y la extiende con abundancia sobre aquellos que recurren a Él con corazón sincero.
Estar aquí para tener la experiencia de su amor, es sobre todo fruto de su gracia. Como nos ha recordado el apóstol Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia en el curso de los siglos. La transformación del corazón que nos lleva a confesar nuestros pecados es “don de Dios”: nosotros solos no podemos. El poder confesar nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es “obra suya” (cfr Ef 2,8-10). Ser tocados con ternura de su mano y plasmados de su gracia nos permite, por lo tanto, acercarnos al sacerdote sin miedo por nuestras culpas, sino con la certeza de ser recibidos en el nombre de Dios, y comprendidos a pesar de nuestras miserias. Y, también, dirigirnos sin un abogado defensor: tenemos sólo uno, que ha dado la vida por nuestros pecados. Es Él que, con el Padre, nos defiende siempre. Al salir del confesionario, sentiremos su fuerza que restaura la vida y devuelve el entusiasmo de la fe. Después de la confesión seremos renacidos.
El Evangelio que hemos escuchado (cfr Lc 7,36-50) nos abre un camino de esperanza y de consolación. Es bueno sentir sobre nosotros la misma mirada compasiva de Jesús, así como lo ha percibido la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia dos palabras: amor y juicio.
Está el amor de la mujer pecadora que se humilla delante el Señor; pero antes está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la empuja a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de gozo lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el perfume derramado en abundancia atestigua qué tan valioso es Él a sus ojos.
Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza firme en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Y esta certeza es bellísima! Y Jesús le da esta certeza: acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, ¡justamente a ella!, ¡una pecadora pública! El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque «ha amado mucho» (Lc 7,47); y ella adora Jesús porque siente que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la entiende con amor. A ella, que es una pecadora…Gracias a Jesús, sus muchos pecados Dios se los carga en la espalda, no los recuerda más (cfr Is 43, 25). Porque esto también es verdad, ¿eh? Cuando Dios perdona, olvida. Olvida. ¡Y es grande el perdón de Dios! Para ella ahora inicia una nueva estación; ha renacido en el amor a una vida nueva.
Esta mujer ha verdaderamente encontrado el Señor. En el silencio, le ha abierto su corazón; en el dolor, le ha mostrado el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, ha llamado a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún juicio que no sea el que viene de Dios, y esto es el juicio de la misericordia. El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia.
Simón, el patrón de casa, el fariseo, al contrario, no consigue encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo pensado… Permanece detenido en el umbral de las formalidades. Es una cosa fea, el amor formal, no se entiende. No es capaz de cumplir el paso siguiente para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se ha limitado a invitar a Jesús al almuerzo, pero no lo ha recibido verdaderamente. En sus pensamientos invoca sólo la justicia y haciendo así se equivoca.
Su juicio sobre la mujer lo aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender que es su huésped. Se ha detenido en la superficie –a la formalidad- no ha sido capaz de mirar el corazón. Ante la palabra de Jesús y a la pregunta sobre qué siervo había amado más, el fariseo responde correctamente:
«Aquel a quien le ha perdonado más». Y Jesús no deja de hacerle ver: «Has juzgado bien» (Lc 7,43). Sólo cuando el juicio de Simón es dirigido al amor, entonces él está en lo justo.
La llamada de Jesús empuja a cada uno de nosotros a no detenernos nunca en la superficie de las cosas, sobre todo cuando somos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a centrarse en el corazón para ver de cuánta generosidad cada uno es capaz. Ninguno puede ser excluido de la misericordia de Dios: ninguno puede ser excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder y la Iglesia es la casa que recibe a todos y a ninguno rechaza. Sus puertas permanecen abiertas, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza de su perdón. Más grande es el pecado, más grande debe ser el amor que la Iglesia expresa hacia aquellos que se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! ¡Nunca se asusta de nuestros pecados! Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decide de volver donde el padre, piensa en decirle un discurso, pero no le deja hablar, el Padre: Lo abraza. Así es Jesús con nosotros: “Padre tengo tantos pecados” – “Pero Él estará contento si tú vas: te abrazará con tanto amor! No tengas miedo…
Queridos hermanos y hermanas, he pensado frecuentemente en cómo la Iglesia pueda hacer más evidente su misión de ser testigo de su misericordia. Es un camino que inicia con una conversión espiritual. Y tenemos que andar este camino. Por eso, he decidido llamar un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra del Señor: “Sean misericordiosos como el Padre” (cfr Lc 6,36). Y esto especialmente para los confesores, ¿eh? ¡Tanta misericordia!
Este Año Santo iniciará en la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y concluirá el 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la misericordia del Padre. Confío la organización de este Jubileo al Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, para que pueda animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia.
Estoy convencido que toda la Iglesia, que tiene tanta necesidad de recibir misericordia, porque somos pecadores, podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer más fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consolación a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos que Dios perdona todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón. Confiemos este año desde ahora a la Madre de la Misericordia, para que dirija a nosotros su mirada y vele sobre nuestro camino: Nuestro camino penitencial, nuestro camino con el corazón abierto, durante un año a recibir la indulgencia de Dios, a recibir la misericordia de Dios.