La Iglesia nos presenta la vida de los santos con un doble objetivo: para que sean intercesores en nuestro camino rumbo al Cielo y modelos de imitación de Cristo. Cuando vemos sus ejemplos de vida, nos sentimos, muchas veces, alentados: ellos fueron como nosotros: débiles, cayeron, mas perseveraron y permitieron que la gracia de Dios operase más y más en ellos. La vida de los santos tiene el poder de sacarnos de una espiritualidad desencarnada, y nos da la humildad de comprender que no es santo aquel que nunca pecó, mas quien dejó vencer a Dios al fin de cuentas.
Pedro es uno de ellos, de los que nos enseña mucho; en un camino marcado por la inconstancia y la fragilidad. Todos sabemos que él es: uno de los primeros de los discípulos de Jesús, uno de los más íntimos y próximos del Señor (podemos ver que él es uno de los discípulo más mencionado en el Evangelio, más de 100 veces, y en las situaciones más diversas, que muestran como él estaba con Jesús en varios momentos – en la cura de su suegra, en el pago de los impuestos del templo, en la transfiguración, huerto de los olivos, etc.). Sabemos también que los planos de Dios para Pedro no eran pequeños: él fue llamado a ser “pescador de hombres”, a ser el primero entre los apóstoles, a guardar las llaves de la Iglesia. Si, Dios quiso mucho a Pedro. Mas eso no significa que Pedro tuviese mucho para dar. Fue la gracia de Dios, y el camino de discipulado que Jesús realizó con ese apóstol, lo que fue moldando en él la santidad. Y como es interesante y bello ver ese crecimiento en la vida de Pedro, donde sus dones van siendo fortificados y sus fragilidades van siendo expuestas e integradas en su vida.
Las fragilidades de éste apóstol revelan una paradoja (bastante parecida a nosotros mismos…). En él se mezclan coraje y miedo, potencialidades y debilidades, “si” y “no”, luz y oscuridad.
Por ejemplo, está el episodio en el que Jesús camina sobre las aguas. Los discípulos están en medio a una gran tempestad y Jesús viene a encontrarles, sobre las aguas. Pedro grita a Jesús: “Maestro, si eres tú, déjame caminas sobre las aguas junto a tú”, y Jesús lo llama. Pedro comienza a caminar corajosamente, mas luego comienza a tener miedo del fuerte viento que soplaba a su alrededor y comienza a afondar; Jesús lo salva y le advierte cuanto de su duda.
Otro ejemplo es aquel episodio de la profesión de fe de Pedro, donde él – en aquel momento – afirma que Jesús es el Hijo del Dios vivo, cuando quiere decirle a Jesús lo que tiene que hacer (y se coloca en el lugar de su maestro, recibiendo, como respuesta de Jesús, una grave advertencia).
Mas el momento en el que las inconsistencias y las contradicciones de Pedro se muestran con claridad es durante la pasión del Señor. Pedro asume un papel de relevancia en las narraciones de la pasión del Señor, siendo mencionado diversas veces (el segundo apóstol más mencionado nominalmente en las narraciones de la pasión es Judas). Tomemos tres de estos momentos:
1º momento: Predicción de la negación (Lc 22,31-34)
Según Lucas, cuando se estaba llevando a cabo la Última Cena, Pedro se acercó a Jesús e hizo una afirmación que mostraba todo su amor y su disposición de ir hasta el fin, junto a Jesús. Dijo: “Señor, estoy listo a ir contigo a la prisión y a la muerte”, al que Jesús replicó: “Pedro, te digo: hoy el gallo no cantará tres veces, y tu habrás negado de conocerme”.
Aquí se ve la gran incoherencia de Pedro. Ciertamente él era sincero al decir que deseaba ir con el Señor hasta el fin, mas todos sabemos dónde quedó aquel coraje. Pedro amaba bastante al Señor, mas no conocía sus límites, sus debilidades, sus incapacidades. También no conocía sus divisiones interiores. Jesús, con caridad, lo ayudó a descubrirse y a asumirse.
También nosotros necesitamos asumir nuestras inconsistencias. Necesitamos pedir a Dios la gracia de lanzar luz sobre aquello que nos es aún desconocido, precisamos continuar firmes en nuestro camino de autoconocimiento.
2º momento: En el Monte de los Olivos (Lc 22,39-54)
En el Monte de los Olivos, Jesús, cuando va a orar, pide a sus discípulos que vigilen junto a él. Ellos se duermen y Jesús les llama la atención (en algunos evangelios, a Pedro en particular). En seguida, llegan los guardas acompañados por Judas para tomar prisionero a Jesús. Pedro, entonces, toma la espada e hiere a uno de los soldados en su oreja.
Aquí, en este preciso episodio, se ve que Pedro estaba dispuesto a luchar por Jesús, como había dicho anteriormente. Mas se ve también cuanto él aún no comprende la lógica de Jesús y que era su Maestro Éste, que había pasado diversos momentos con él, que había dicho diversas palabras sobre la paz y la cruz que debería cargar. Pedro aun quería hacer las cosas en propio modo. Aún quería pasarle frente a su Maestro y mostrarle (a Jesús) cómo él debería actuar.
Eso muestra, una vez más, cuanto el corazón de Pedro aún estaba dividido. ¿Quién era su señor: Jesús, o él mismo? Aquí aún no podemos afirmar. Pedro va a necesitar continuar su itinerario para que Jesús pase a ser, de hecho, su Señor.
3º momento: En el patio del Sinedrio – las negaciones (Lc 22,54-62)
En este pasaje, vemos a Pedro negar tres veces a Jesús y, recibiendo sobre si el mirar de Jesús, salió para “llorar amargamente”
Así llegamos al ápice de la experiencia de Pedro con su fragilidad e incoherencia. Pedro acompaña Jesús, tal vez porque aún esperaba que Él “cambiase el juego”, mas va, poco a poco, percibiendo que ello no acontecerá. Él, entonces, niega a Jesús. Mas cuando el gallo canta, Jesús y Pedro cruzan sus miradas. Cuan bello y misericordioso debe haber sido esta mirada de Jesús. El texto de Lucas dice que, tras ello, Pedro se recuerda de lo que Jesús le dijo y salió [del lugar en el que se encontraba] para chorar, arrepentido.
Aquí, podemos hacer un paralelo entre Pedro y Judas, sugerido por el propio texto, por la manera como fueron colocados los trazos referentes a ambos. ¿Cuál sería la diferencia entre Judas e Pedro? Ambos, de cierta forma, traicionaron el Señor. Ambos no comprendieron sus palabras y prefirieron escuchar a sí mismos, sus propios planos de salvación para con Israel. Ambos vieron al Señor realizar milagros y también realizaron curas y prodigios ellos mismos en nombre de Jesús.
La gran diferencia entre los dos se percibe, de hecho, en el momento de la pasión. Ambos traen a Jesús y se arrepienten (vemos el arrepentimiento de Judas en el texto de Mateo). Mas Judas no acogió el perdón del Señor. No entendió aquello que Él había dicho, durante su vida pública, sobre el perdón, sobre la misericordia para con los pecadores y para con los más débiles. Judas no entendió que el Señor era amor y perdón, se identificó con el propio pecado y con sus errores. Se dejó usar por Satanás.
Pedro, a su vez, hasta fue impulsado por el Demonio (cf. Lc 22,31), mas supo reconocer su pecado y se arrepintió verdaderamente. Pedro no fingió que no pecó, que no le había negado. Mas supo reconocer el amor del Señor por Él. Supo recordarse de lo que el Señor le dijo, no sólo aquella noche, sobre la futura negación, mas durante todo el tiempo en el que Jesús estuvo a su lado. Supo, así, humilmente, acoger el perdón. No un perdón en el que se que finge que no hubo error, mas uno que reconoce que el Señor es mucho más grande y más bondadoso.
La gran diferencia de ambos tal vez fue: la humildad.
Fue el amor humilde de Pedro y el amor misericordioso de Jesús lo que les hizo superar sus propias inconsistencias. Fueron esos dos amores que unificaron su corazón, le dieron una grande gracia de castidad. Con su corazón unido, indiviso, él pudo decir ‘Si’ a la Voluntad de Dios y al pastoreo de las ovejas del Señor. Pudo decir si a su misión y ser confirmado por Jesús en ella. Él volvió a caer y a fallar, mas descubría el camino verso el corazón de Jesús y supo corregir, las veces que fuesen necesarias. Descubrió, en su vida, que el Señor perdona hasta setenta veces siete, por ello, él también es llamado a perdonar y a amar de la misma forma.
También así es nuestra vida. “Caer, levantarse. Perder, recomenzar”, canta una canción de un bellísimo espectáculo de la Comunidad Shalom. Lo más importante no es querer presentarse delante del Señor con las manos limpias, mas vivir acogiendo Su misericordia para que, en el día del encuentro, no miremos tanto para nosotros mismos, mas sobre todo para Él.
P. Edinardo de Oliveira Jr, CCSh
Traducción: Manuel Quezada