El pecado de la avaricia, es el deseo inmoderado de bienes temporales, especialmente el dinero.
Pues bien, el uso de bienes terrenales es lícito. Recordemos que en el Génesis, Dios mismo le dio al hombre el dominio sobre toda la creación y le ordenó cultivar la tierra (cf. Gn 2, 15-16).
Estos bienes dados por Dios al hombre, a su vez, tienen un doble propósito: nuestra utilidad personal y la de nuestros hermanos, siempre orientada al bien.
El pecado de la avaricia, por tanto significa, la excesiva demanda de estos bienes, su posesión por el mero placer de poseerlos y los excesos innecesarios, que obligan al hombre a poner en ellos afecto y volver a su vida para obtenerlos, en detrimento de otros bienes que por naturaleza son superiores.
Un vacío sin precedentes
Recordamos en el libro “Virtudes: caminho de imitação de Cristo” (Virtudes: camino de imitación a Cristo), que es la búsqueda excesiva de riquezas, vista abiertamente como una tontería y un vacío desde la tradición filosófica griega.
“En la Apología de Sócrates, según Platón, el filósofo regaña a los atenienses por despreciar las cosas importantes y cuidar las que no tienen valor: ¿Cómo es posible que tú, siendo de Atenas, la ciudad más grande, la más famosa por su sabiduría y poder? , ¿no te avergüences de esforzarte por adquirir tanta riqueza, reputación y honor como sea posible, independientemente de la sabiduría, verdad y perfección del alma, buscando mejorarla tanto como sea posible? (…) Mi ocupación ha sido vagar, persuadir a jóvenes y adultos a que no presten más atención al cuerpo y las riquezas que al perfeccionamiento del alma, porque así se tornarán mejorando cada vez mejores.”1
Una búsqueda infértil de lo que sucede
La tradición bíblica también es clara al respecto. El Eclesiástico habla de cuán sin sentido es la acumulación miserable de riquezas debido por la temporalidad, ya que ningún bien material se puede llevar después de la muerte:
“Hay quienes se enriquecen por la avaricia; esta será su recompensa: cuando diga: ‘He hallado descanso, ahora comeré de mis bienes’, sin saber cuándo llegará ese día, dejará todo a los otros y morirá”(Ecl 11,18-19).
Es en este punto donde reside la nocividad del pecado de la avaricia: el hombre que posee este vicio se preocupa y vuelve a sus acciones hacia los gustos terrenales y descuida los celestiales, lo que significa, en definitiva, un olvido de Dios.
¿Y el cielo, queda en segundo plano?
El avaro se olvida de Dios y del cielo; es indiferente a ellos.
En el Nuevo Testamento, es en labios de la Virgen María donde aparecen las consecuencias negativas del pecado, de la codicia cuando en el Magnificat se exulta que el Señor “despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,53).
Jesús, al referirse a la opción radical por las cosas de arriba, dice al respecto: “no puedes servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24).
De modo que el gusto por el dinero (que no es más que otra forma de referirse a las riquezas terrenales) aparece como un impedimento real para servir a Dios.
Pues bien, en la tradición bíblica el verbo “servir” no se refiere apenas a un hecho funcional de servicio, sino que significa “adoración”.
Siendo así, el apego al dinero no es más que un culto a este, que trae consigo el peor pecado condenado por la Sagrada Escritura: la idolatría.
La idolatría al dinero
De hecho, cuando Jesús pronuncia este determinante enunciado, se refiere al dinero como un “amo”: “no puedes servir a señores” (Mt 6,24). Señor es el título apropiado para referirse tanto a una autoridad (por ejemplo: los esclavos se refieren a sus dueños de esta manera) como a Dios mismo, ya que, según la tradición judía, el nombre de Dios no se puede pronunciar.
El pecado de la avaricia coloca el dinero y los bienes terrenales en el lugar de Dios, y a él se rinde culto y adoración. Esto recibe el nombre de idolatría, que significa “adoración a un ídolo”.
Esta práctica es fuertemente condenada en la Sagrada Escritura: “Tu tierra está llena de ídolos y ellos adoran el trabajo de tus manos, lo que han hecho tus dedos. El hombre se humilla, el hombre se humilla”(Is 2, 8-9);
“Tomaste tus ornamentos de oro y plata que yo te había dado, e hiciste imágenes de hombres con quienes te prostituiste” (Eze 16,17).
El Catecismo enseña que la idolatría no es cosa del pasado, sino que incluso hoy y de muchas formas diferentes podemos caer en esta terrible práctica:
“La idolatría no se trata solo de cultos paganos falsos. Sigue siendo una constante tentación a la fe. Consiste en divinizar lo que no es de Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y venera a una criatura en lugar de Dios, ya sean dioses o demonios (por ejemplo, el satanismo), el poder, el placer, la raza, los antepasados, el Estado, el dinero, etc. “No podrás servir a Dios ni al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Muchos mártires fueron asesinados por no adorar a “la Bestia”, incluso negándose a simular su culto. La idolatría rechaza el señorío único de Dios; por tanto es incompatible con la comunión divina (CIC 2113).
Esta “incompatibilidad con la comunión divina subrayada por el Catecismo, nos lleva inherentemente a la necesidad de una decisión.
Al respecto, el Papa Francisco nos enseña: El camino de la vida incluye necesariamente una opción entre dos caminos: entre la honestidad y la deshonestidad, entre la fidelidad y la infidelidad, entre el egoísmo y el altruismo, entre el bien y el mal.
Una elección necesaria
No se puede oscilar entre una y otra, porque se mueven según lógicas distintas y contrastantes.
Al pueblo de Israel, que caminaba por estos dos senderos, el profeta Elías dijo: “¡Tú tropezarás con ambos pies!” (Cf. 1 Reyes 18,21). ¡Es una hermosa imagen!
Es importante decidir qué rumbo tomar y luego, una vez escogido el rumbo correcto, caminar con impulso y determinación, entregándose a la gracia del Señor y al apoyo de su Espíritu.
La conclusión de este pasaje evangélico es contundente y categórico: “Ningún siervo puede servir a dos señores: o irá a aborrecer a uno y amará al otro, o estimará a uno y despreciará al otro” (Lc 16, 13). (Papa Francisco, Ángelus 18 de septiembre de 2016)
Para el Santo Padre, la invitación del Señor a tomar una decisión para el bien es clara y radical, así como la necesidad de purificarse del vicio de la avaricia que no es más que una forma de corrupción, que el mal que produce se puede comparar incluso a la adicción a las drogas.
El Papa Francisco dice en el mismo discurso:
“Jesús nos exhorta a hacer una elección clara entre Él y el espíritu del mundo, entre la lógica de la corrupción, la opresión y la codicia, es aquella de la justicia, la mansedumbre y el compartir. Algunos se comportan con la corrupción como con las drogas: creen que pueden usarla y abandonarla cuando quieran. Empieza con poco: una propina aquí, un soborno allá. Y entre esta y aquella, poco a poco, se pierde la propia libertad. La corrupción también produce dependencia, genera pobreza, explotación y sufrimiento. ¡Y cuántas víctimas hay en el mundo hoy! ¡Cuántas víctimas de esta corrupción generalizada! Al contrario, cuando tratamos de seguir la lógica evangélica de la integridad, la transparencia de intenciones y comportamientos, de la fraternidad, nos convertimos en artesanos de la justicia y abrimos horizontes de esperanza para la humanidad. Así, al darnos gratuitamente y entregarnos a los hermanos, servimos al Señor justo: ¡Dios! ”. (Papa Francisco, Ángelus 18 de septiembre de 2016).
Debido a la incompatibilidad del culto al único Dios, acto en el que reside toda la fe del pueblo de Dios (cf. Dt 6,4-5), y la idolatría del dinero, el eclesiástico afirma:
“Nada más impío que el que le gusta el dinero: ¡hasta tu alma vende!” (Eclo 8b).
Debido a la incompatibilidad del culto al único Dios, acto en el que reside toda la fe del pueblo de Dios (cf. Dt 6,4-5), y la idolatría del dinero, el eclesiástico afirma:
“Nada más impío que el que le gusta el dinero: ¡hasta su alma vende!” (Eclo 8b).
Arrancar el mal por la raíz
Sin embargo, en el Nuevo Testamento, San Pablo hace una de las declaraciones más contundentes al respecto: “La avaricia es la raíz de todos los males” (1 Tim. 6, 10).
Si aún existen dudas sobre el mal que produce en nosotros el pecado de la avaricia (que en esencia es idolatría al dinero), nos recuerda que, movido por él, Judas vendió a Jesús por treinta monedas de plata (cf. Mt 26, 14). -15).
“Algunos pecados y vicios relacionados con él son la corrupción, el robo, la injusticia, la indiferencia hacia los pobres, entre otros. También existe la avaricia espiritual, que, en pocas palabras, se verifica en hermanos que no se contentan con los dones que Dios les da.”2
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¹ LÉNIZ, Juan José. Virtudes: caminho de imitação de Cristo, p. 173. Edições Shalom, 2020.
2 SCIADINI, Patricio. Os vícios capitais e seus remédios, p.11. Edições Shalom, 2007.
Traducción: Marjori Small