“La intimidad con Dios es el núcleo de nuestra vida comunitaria´´. En el interior de nuestra Comunidad, recibimos el llamado a “disfrutar de esta intimidad con Él, en profundidad e intensidad´´. Debemos estar atentos para comprender, a pesar de nuestras limitaciones, el verdadero y simple concepto de lo que es la oración y de lo que es ser un hombre íntimo de Dios.
“La oración es un tratado de amistad´´, define Santa Teresa de Ávila, una gran mística, maestra de oración y Doctora de la Iglesia. Orar profundamente es ser amigo de aquel que nos concedió el soplo de la vida.
En el Antiguo Testamente, Moisés se destacó como un hombre que hablaba con Dios, que era amigo de Dios. En el Nuevo Testamento, ese título encuentra en el apóstol San Juan su mejor identidad. Él, el discípulo amado por el Amor, “humanizó´´, trajo a nuestra realidad cotidiana ese trato de amistad con el Redentor.
Juan acogió, de forma única, el amor de Cristo. No por entender con precisión la divinidad de Mesías, sino por tener en Jesús a un amigo, y amarlo de forma libre, sincera, sin necesidad de teorías o explicaciones.
Es interesante ver como a todos los apóstoles Jesús les concedió una misión específica: a Pedro, “el pescados de hombres´´, le fueron confiadas las llaves de la Iglesia; a Pablo, el perseguidor convertido, le fue confiada la misión de evangelizar diferentes pueblos; hasta el traidor, Judas Iscariote, tuvo una misión: era responsable por las finanzas de los doce…A Juan, el discípulo amado, le fue confiada la intimidad del Corazón del Señor. Él reclinaba su cabeza sobre su pecho y oía los latidos de aquel corazón “sagrado´´.
Desde el inicio, tuvo el deseo de conocer la “morada del maestro´´. Buscó establecer con Él una relación de intimidad y se convirtió en amigo del Señor; amigo que pudo compartir varios, y particularmente dos momentos especialísimos de la vida del Verbo de Dios: la Transfiguración y la Crucifixión.
Jesús se mostró a Juan en las dos fases de su gloria: en el monte Tabor, el amigo contempló la realiza y la divinidad del Hijo del Altísimo; en el Gólgota, vio aquel corazón tan conocido, tan familiar traspasado; vio el nacimiento de la Iglesia, vio la plenitud del amor que nos redime y recibió en su casa a ¡la propia madre de Jesús! A quién sino al más íntimo de sus amigos, confiaría a su propia madre…
“A medida que perseveramos y progresamos en la intimidad con Dios, su presencia será constante en todas nuestras actividades, por más exigentes que sean´´. Sin duda, Juan pasó por innumerables dificultades durante el desarrollo de su vida dedicada al cumplimiento de la Voluntad de Dios, principalmente después de la Ascensión de Jesús, cuando ya no podía tener más su presencia física constantemente cerca. Sin embargo, una vez amigo del Señor, esa presencia, en el Espíritu, existiría para siempre.
Determinémonos por tanto, a obtener esa amistad con Dios: tanto en los momentos alegres del monte Tabor, como en los tiempos dolorosos del Gólgota, libres de nuestros conceptos y preconceptos, de programaciones y esquemas. Hagamos de nuestra oración un encuentro de dos verdades: por nuestra parte, la débil intención de vivir la fidelidad al Señor, y por parte de Él, la verdad del amor y la misericordia. Si el Señor, al crearnos, nos hizo sus criaturas predilectas; por la Encarnación y la vida humana, Él nos quiere convertir y unir cada vez más a su Persona, a través del servicio, de la donación la oración…y ¡la amistad!