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La Virgen María, “La toda pequeña”

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Cada año, el Consejo General de la Comunidad Católica Shalom se reúne en retiro para escuchar al Señor y así discernir su voluntad para la Comunidad y, a través de inspiraciones proféticas, Dios instruye, santifica, dirige y alimenta a los miembros de la Comunidad en el camino misionero.

En el año 2021 nos visitó una imagen que nos impresionó mucho:

“La imagen era la del Esposo Eucarístico saliendo de la capilla de la Diaconía (…) y formando detrás de Él una gran procesión (…) Detrás de Jesús Eucarístico, la Virgen toda pequeña. Esta imagen nos acompañaba constantemente durante el Retiro de Escucha. La Virgen con su manto cubriendo toda esa procesión, toda esa gente, una multitud llena de alegría y júbilo.”

En este artículo queremos explicar mejor la meditación y profundización de esta imagen y de manera especial de la forma en que la Virgen se nos presentó: ¡lLa toda pequeña!

La pequeña que conoce el camino del cielo

En la imagen de la procesión, María va un paso por detrás de Jesús Eucarístico y las numerosas personas: célibes, sacerdotes, familias, jóvenes, niños, personas heridos, personas que caminan y están sanas la siguen hacia el Padre. Un detalle importante es que María, la pequeña, la más pequeña, está delante de todo el pueblo. Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que una criatura tan pequeña, incluso escondida, esté en este lugar? ¿No podría “desaparecer” entre la multitud? ¿No se volvería imperceptible en medio de tanto movimiento?

Para entender esta aparente contradicción debemos entrar en la mentalidad evangélica. De la buena noticia ministrada a los pobres, que saca a los indigentes del montón de basura y hace que los pobres se sienten entre los nobles (cf. Sal 113,8), que no se preocupa por el mañana sino que confía enteramente en el Padre (cf. Mt 6,36), que no se aferra a su condición sino que se vacía (cf. Flp 2,7), que se alegra al saber que los grandes secretos del Padre han sido revelados a los más pequeños (cf. Lc 10,21).

Esta procesión tiene un recorrido claro y bien definido: Jesús pasa por el mundo redimiendo a toda la humanidad y va hacia el Cielo, hacia el Padre y con Él vamos todos nosotros.

Para entender esta aparente contradicción debemos entrar en la mentalidad evangélica. La de la buena noticia ministrada a los pobres, que saca a los indigentes del montón de basura y hace que los pobres se sienten entre los nobles (cf. Sal 113,8), que no se preocupa por el mañana sino que confía enteramente en el Padre (cf. Mt 6,36), que no se aferra alegremente a su condición sino que se vacía (cf. Flp 2,7), que se alegra al saber que los grandes secretos del Padre han sido revelados a los más pequeños (cf. Lc 10,21).

Esta procesión tiene un recorrido claro y bien definido: Jesús pasa por el mundo redimiendo a toda la humanidad y viaja hacia el Cielo, hacia el Padre y con él estamos nosotros:

“El Hijo deja este mundo, redime a toda la humanidad y la eleva al Padre introduciendo a todas las personas que participan en la procesión hasta los cuatro rincones de la tierra”.

Somos llevados al Padre, a su Reino, a la Vida Eterna pero para entrar en la casa del Padre, Jesús da directrices muy concretas y a veces es muy enfático: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de los Cielos! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios” (Mc 10,25). En este arduo camino de la puerta estrecha es necesario empobrecerse, pues si es imposible que el rico entre en el Reino de los Cielos, Dios debe hacerlo pobre y pequeño.

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3), a los pequeños, a los más pequeños, a los niños (cf. Mt 19,14) pertenece el reino de los cielos. A muchos santos el Señor les ha revelado este camino, que es capaz de ganar sus corazones amorosos. María, la toda-pequeña y madre de los pequeños, camina a la cabeza de esta procesión, porque ella por excelencia conoció, experimentó y encarnó este camino de la pequeñez, que conduce al Padre y le da la posesión del Reino de los Cielos.

Siguiendo los pasos de la Pequeña

¡Vamos! ¡Vamos ¡hacia el Cielo siguiendo las huellas de la Pequeña, que como el alba señala el Día que se avecina! Al igual que San Bernardo, queremos invocar la protección de María y hacer buen uso de su oración. Para ello, es necesario “no olvidar que hay que seguir las huellas de María”.

María, una joven de una pequeña aldea, con una vida sencilla, en su humildad atrajo la mirada del Todopoderoso. Santa Isabel de la Trinidad, hablando de María en el misterio de la Encarnación, dice: “Se mantuvo tan pequeña, tan oculta ante Dios, en el secreto del Templo, que atrajo sobre sí las complacencias de la Santísima Trinidad. Completamente escondida en Dios, en su felicidad de criatura amada, apaciguada en su condición limitada, iluminada por la Verdad, inflamada por la Caridad que es el rostro de la humildad, fue mirada por el Padre que “al inclinarse sobre esta criatura tan bella y tan indiferente a su propia belleza” la hizo madre de su propio Hijo.

La llena de gracia, la que encontró la gracia de Dios, admirada por los ángeles, amada de manera única por Dios, casa de oro, de honores y alabanzas incalculables, pero que se encontró tan perfectamente humilde que nunca tuvo que reprimir el más mínimo movimiento de orgullo o vanidad. 

En la Encarnación dijo que era la sierva del Señor y en el Magnificat da gracias al Altísimo que se dignó mirar su diminuta condición, trabajada de forma oculta y sencilla, en perfecta modestia, en sumisión a la Ley.

Gran disparate es la humildad de María y el orgullo devastador de los hijos degradados de Eva. ¿Cuántas veces somos capaces de perder el tiempo, como los discípulos que discuten sobre quién es el más grande? Exigimos y a veces pedimos incluso las glorias que queremos, podemos incluso perder el tiempo de nuestra oración y pedir a nuestra Madre que elija nuestro lugar en la gloria (cf. Mt 20,20-28). Cuando la Virgen María eligió felizmente los últimos lugares en cuanto fue invitada a acercarse al Rey, como en la parábola del banquete de bodas (Lc 14, 8-9).

El camino de la humildad

Que María nos enseñe a caminar por las huellas de su humildad, eligiendo el último lugar, aquel en el que no hay disputa y donde el Padre, en secreto, da la recompensa que no pasa. “Lo que María no pudo encontrar en sí misma, lo encuentra en Aquel que es la riqueza soberana”.

María consciente de su pequeñez y pobreza supo confiar en Dios, su soberanía y grandeza no pudo asustarla, porque no guardó en su corazón ninguna gloria mundana, ¡sólo la Gloria de Dios! Por eso un antiguo canto alaba a María como la que para la humanidad clemencia de Dios y la humanidad confianza en Dios.

Si al principio “el hombre se prefirió a sí mismo antes que a Dios” (cf. Gn 3,1-11), generando la huella de desconfianza y miedo a Dios del pecado original, a través del camino de humildad y abajamiento vivido por Cristo y seguido por María, es posible asumir la libertad de confiar, sin restricciones, en Alguien que es infinitamente más grande que uno mismo.

En este camino hacia el Padre, María viene en nuestra ayuda como la salud de los enfermos; cuántos testimonios podemos dar de las innumerables y providenciales curaciones a lo largo de la historia obtenidas por su intercesión, y no sólo para la curación del cuerpo, sino también para poner remedio a las enfermedades del alma. También la invocamos como refugio de los pecadores, porque es su santísima madre, que odia el pecado, pero acoge y exhorta a sus hijos al arrepentimiento, les ayuda a liberarse de las malas costumbres y a reconciliarse con Dios, ya que en sus apariciones (Fátima, Lourdes) exhorta al mundo al camino de la conversión.

María, la pequeña, es también la consoladora de los afligidos, pues “no sólo consuela a los pobres con el ejemplo de su pobreza y con su ayuda, sino que está particularmente atenta a nuestra pobreza oculta; comprende la pobreza secreta de nuestros corazones y nos asiste. La Virgen María es también la ayuda de los cristianos, cuántos testimonios podemos dar de que una simple y pequeña oración del Ave María puede salvar, una oración de las pequeñas que cabe en cualquier sitio, que puede salir de cualquier labio y transformar cualquier situación.

Pidamos con San Ambrosio “Que el alma de María esté en nosotros para glorificar al Señor; que el espíritu de María esté en nosotros para alegrarnos en Dios nuestro Salvador, para que su reino llegue a nosotros por el cumplimiento de su voluntad”.


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