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Mensaje del Papa Francisco para la XXXI JMJ

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«Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7)

Queridos jóvenes:
    Hemos llegado a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia, donde en el mes de julio del próximo año celebraremos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos guían las palabras de Jesús recogidas en el «sermón de la montaña». Hemos comenzado este recorrido en 2014, meditando sobre la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante queremos que nos sirvan de inspiración las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. El Jubileo de la Misericordia
Con este tema, la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes de ámbito mundial. No es la primera vez que un encuentro internacional de los jóvenes coincide con un Año jubilar. En efecto, san Juan Pablo II convocó por primera vez a los jóvenes de todo el mundo para el Domingo de Ramos durante el Año Santo de la Redención (1983/1984). Después, durante el Gran Jubileo del Año 2000, más de dos millones de jóvenes de unos 165 países se reunieron en Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud. Como sucedió en estos dos casos precedentes, estoy seguro de que el Jubileo de los Jóvenes en Cracovia será uno de los momentos fuertes de este Año Santo.

 

Quizás alguno de ustedes se preguntará: ¿Qué es este Año jubilar que se celebra en la Iglesia? El texto bíblico de Levítico 25 nos ayuda a comprender lo que significa un «jubileo» para el pueblo de Israel: Cada cincuenta años los hebreos oían el sonido de la trompeta (jobel) que los convocaba (jobil) para celebrar un año santo, como tiempo de reconciliación (jobal) para todos. En este tiempo se debía recuperar una buena relación con Dios, con el prójimo y con lo creado, basada en la gratuidad. Por ello se promovía, entre otras cosas, la condonación de las deudas, una ayuda particular para quien se empobreció, la mejora de las relaciones entre las personas y la liberación de los esclavos.

 

Jesucristo vino para anunciar y llevar a cabo el tiempo perenne de la gracia del Señor, anunciando a los pobres la buena noticia, la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4,18-19). En él, especialmente en su Misterio Pascual, se cumple plenamente el sentido más profundo del jubileo. Cuando la Iglesia en nombre de Cristo convoca un jubileo se nos invita a vivir un tiempo extraordinario de gracia. La Iglesia misma está llamada a ofrecer abundantes signos de la presencia y cercanía de Dios, a despertar en los corazones la capacidad de fijarse en lo esencial. En particular, este Año Santo de la Misericordia «es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015).
2. Misericordiosos como el Padre
El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el Padre» (cf. Misericordiae vultus, 13), y con el que se armoniza el tema de la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la misericordia divina.

 

El Antiguo Testamento usa varios términos para hablar de la misericordia; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su pueblo, al que ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como «entrañas», que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo como el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de sí, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.

 

El concepto bíblico de misericordia comprende también un amor concreto que es fiel, gratuito y sabe perdonar. Oseas nos ofrece un hermoso ejemplo del amor de Dios, comparándolo al de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era joven lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí […] Pero era yo quien había criado a Efraín, tomándolo en mis brazos; y no reconocieron que yo los cuidaba. Con lazos humanos los atraje, con vínculos de amor. Fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errónea del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre al hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo […] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae vultus, 6).

 

El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cf. Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando él se inclina sobre la miseria humana y muestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. En Jesús, todo habla de misericordia, es más, él mismo es la misericordia.

 

En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas encontramos las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja extraviada, la de la moneda perdida y la que conocemos como la del «hijo pródigo». En estas tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que él siente cuando encuentra al pecador y lo perdona. Sí, perdonar es la alegría de Dios. Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja extraviada, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a él, nos acoge como a hijos en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría cuando uno de nosotros pecadores va a él y pide su perdón» (Ángelus, 15 septiembre 2013).

 

La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la confesión. Aquel encuentro me cambió la vida. Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Estaba seguro de que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: «He hecho esto», «he hecho aquello…». No teman. Él les espera. Él es padre: siempre nos espera. Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona.
Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez esta mirada de amor infinito que, más allá de todos sus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de usted y mirando su existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tiene ante Dios que por amor le ha dado todo? Como nos enseña san Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?
Sé lo mucho que ustedes aprecian la cruz de las JMJ –regalo de san Juan Pablo II–, que desde el año 1984 acompaña todos los Encuentros mundiales. Cuántos cambios, cuántas verdaderas y auténticas conversiones se han verificado en la vida de tantos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda. Quizás se hicieron la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He aquí la respuesta: La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios. Ella nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida. En la cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordia. Quiero recordar aquí el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús. Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cf. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos? ¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores, o quizás con el otro, el que se sabe necesitado de la misericordia divina y la implora de todo corazón? El Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, siempre nos ama con un amor incondicional, que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.

3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que el Señor nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, cuando nos demos cuenta de que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como él, sin medida. Como dice san Juan: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor […] En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado de modo muy resumido cómo realiza el Señor su misericordia con nosotros, quiero sugerirles algunos modos concretos de ser instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo.
Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo, según mi miseria, se la devuelvo visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. Les daba algo más que cosas materiales; se daba a sí mismo, gastaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Fíjense en que un día antes de su muerte, cuando estaba gravemente enfermo, daba disposiciones sobre cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que el joven Pier Giorgio visitaba y ayudaba.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas evangélicas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que seremos juzgados con respecto a ellas. Les invito por tanto a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que yerra, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rogar a Dios por los vivos y difuntos. Como pueden ver, la misericordia no es «buenismo» ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo actual.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponerles que, para los primeros siete meses del año 2016, elijan una obra de misericordia corporal y otra espiritual para ponerlas en práctica cada mes. Déjense inspirar por la oración de santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia en nuestra época:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla […]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos […]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mi prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos […]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras […]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio […]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» (Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica el obrar. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, a quien te ha hecho daño, a quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones diferentes, hay muchas guerras e incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Igual que Jesús, que en la cruz rezaba por los que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La misericordia es el único camino para vencer el mal. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. Cómo me gustaría que todos nos uniéramos en una misma oración, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero.
4. Cracovia nos espera
Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la ciudad de san Juan Pablo II y de santa Faustina Kowalska, nos espera con el corazón y los brazos abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia en nuestro tiempo. Juan Pablo II intuyó que éste era el tiempo de la misericordia. Al comienzo de su pontificado escribió la encíclica Dives in Misericordia. En el Año Santo del 2000, canonizó a sor Faustina, instituyendo también la fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y con el deseo de que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra, llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, 17 agosto 2002).
Queridos jóvenes, Jesús misericordioso, representado en la imagen venerada por el pueblo de Dios, en el santuario de Cracovia a él dedicado, los espera. Él se fía de ustedes y cuenta con ustedes. Tiene tantas cosas importantes que decirles a cada uno de ustedes… No tengan miedo de contemplar sus ojos llenos de amor infinito hacia ustedes y déjense acariciar por su mirada misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar las heridas de sus almas, una mirada que sacia la sed profunda de sus jóvenes corazones: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad. Vayan a él y no tengan miedo. Vayan para decirle desde lo más profundo de sus corazones: «Jesús, confío en ti». Déjense tocar por su infinita misericordia, para que ustedes a su vez, mediante las obras, las palabras y la oración, se conviertan en apóstoles de la misericordia en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desesperación.
Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo –de la que habló san Juan Pablo II– a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra. En esta misión, yo los acompaño con mis mejores deseos y mi oración. En este último tramo del camino de preparación espiritual hacia la próxima JMJ de Cracovia, los encomiendo a la Virgen María, Madre de la Misericordia, y los bendigo de todo corazón.
Vaticano, 15 de agosto de 2015
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

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