Catequesis sobre la Iglesia hoy en la audiencia general
Queridos hermanos y hermanas,
al presentar a la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía bien presente una verdad fundamental, que no hay que olvidar nunca: la Iglesia no es realidad estática, firme, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, de la que la Iglesia en la tierra es el germen y el inicio (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Sobre la Iglesia Lumen gentium, 5). Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta de que nuestra imaginación se detiene, revelándose capaz apenas intuir el esplendor del misterio que supera nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas: ¿cuando tendrá lugar este paso final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que entrará la Iglesia? ¿Qué será entonces de la humanidad? ¿Y de la creación que nos rodea?
La Constitución conciliar Gaudium et spes, frente a estos interrogantes que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el tiempo en el que acabarán la tierra y la humanidad, y no sabemos el modo en que será transformado el universo. Pasa ciertamente el aspecto de este mundo, deformado por el pecado. Sabemos, sin embargo, por la Revelación, que Dios prepara una nueva morada y una tierra nueva, en la que habita la justicia, y cuya felicidad saciará de forma sobreabundante todos los deseos de paz que salen del corazón de los hombres” (n. 39). Esta es la meta a la que tiende la Iglesia: es la “nueva Jerusalén”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado” en el que nuestras esperanzas más profundas serán cumplidas de modo sobreabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, llegará a la plena maduración. Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo completo, sin más límites, y estaremos cara a cara con Él. (cfr 1Cor 13,12).
En esta perspectiva, es hermoso percibir que hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia celeste y la que aún está en camino sobre la tierra. Quienes ya viven en la presencia de Dios pueden de hecho apoyarnos e interceder por nosotros desde el cielo. Por otro lado, también nosotros somos siempre invitados a ofrecer obras buenas, oraciones y la misma Eucaristía para aliviar la tribulación de las almas que están aún a la espera de la felicidad sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana la distinción ya no está entre quien la está muerto y quien no lo está aún, sino entre quien es de Cristo y quien no lo es. Este es el elemento determinante, verdaderamente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diálogo maravilloso no puede dejar de interesar también a todo lo que nos rodea y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de modo explícito, cuando dice que “también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8,21). Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y de la “tierra nueva” (cfr 2 Pt 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado una vez para siempre de toda traza de mal y de la misma muerte. Esa que se anuncia como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en marcha a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por tanto una nueva creación; no por tanto una anulación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el designio que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y estña realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas estupendas realidades que nos esperan, nos damos cuenta de que pertenecer a la Iglesia es de verdad un don maravilloso, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos por tanto a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vele siempre sobre nuestro camino y que nos ayude a ser, como ella, signo gozoso de confianza y de esperanza en medio de nuestros hermanos.