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Santa Rosa de Lima, patrona de Perú

Celebrada el 23 de agosto, Santa Rosa de Lima consagró su vida en la Orden Tercera de Santo Domingo, adoptando el hábito de laica consagrada.

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Santa Rosa de Lima. Imagem: Reprodução Guadium Express

“Señor, aumenta mis sufrimientos, pero al mismo tiempo aumenta mi amor por Ti”, Santa Rosa de Lima.

Bautizada como Isabel Flores de Oliva y llamada Rosa por su madre y por una joven india encargada de su cuidado, esta santa peruana es la primera canonizada de las Américas, patrona del Perú, América Latina y Filipinas.

Nació el 20 de abril de 1586, en un siglo marcado por el testimonio de muchos otros santos, siendo cuatro de ellos sus contemporáneos directos. Por manos de uno, Santo Toribio de Mogrovejo, recibió el sacramento de la Confirmación. Él era entonces arzobispo de Lima y hacía una visita pastoral al pueblo de Quives, donde ella vivió con su familia durante un período de cuatro años. Además, según el testimonio de un fraile dominicano en los procesos de canonización de San Martín de Porres, él mantenía contacto con Santa Rosa.

Lo que llamaba particularmente la atención en la pequeña Rosa era su mansedumbre y paciencia en el dolor y sufrimiento, así como su deseo de agradar a Dios. Famosa por su belleza, se cuenta que una vez, a los cinco años, mientras jugaba con su hermano favorito, Hernando Flores, su cabello rubio se manchó sin que ella lo notara, y al darse cuenta de ello lloró con tristeza. Su hermano le repitió algo que, seguramente, había escuchado en alguna parte y que en ese momento causó una fuerte impresión en la pequeña: “Si supieras, hermana, que por los cabellos muchas almas están en el infierno, no llorarías por ello.” En ese momento, ella cortó su cabello, para tristeza de su madre, y dejó de preocuparse por su apariencia.

Durante su infancia y adolescencia padeció de muchos males, pero siempre los vivió con virtud heroica sin nunca quejarse del dolor causado por las enfermedades, muchas de las cuales su madre solo descubrió por casualidad. Tenía un amor especial por la soledad y la buscaba constantemente, no para escapar de las relaciones con las personas, sino para estar a solas con su Dios. Antes de construir una pequeña ermita en el jardín de su casa con la ayuda de su hermano Hernando, tenía en su habitación una especie de celda donde pasaba horas en oración. Su tiempo, en esa fase de su vida, se dividía entre esos momentos de oración y los trabajos de costura y bordado para ayudar a la economía familiar.

Como amante del recogimiento, la soledad y el silencio, quiso ingresar a un convento e intentó hacerlo en dos ocasiones: primero en el convento de las Claras recién fundado en Lima y luego en el Convento de la Encarnación. Cuando se dirigía a este último acompañada de su hermano Hernando, decidió entrar en la Iglesia de Santo Domingo para pedir la bendición de Nuestra Señora del Rosario, y tan pronto se arrodilló no pudo moverse más. Su hermano intentó levantarla, pero cualquier esfuerzo fue en vano. Solo pudo moverse nuevamente cuando se comprometió a no intentar más ingresar a ningún convento, sino a aceptar lo que fuera la voluntad de Dios para ella.

Regresó a casa y continuó su vida ofreciendo al Señor los sacrificios y penitencias por amor a Dios y la salvación de los hombres. Cuando rezaba, tenía la costumbre de atarse el cabello a un clavo en la pared para no dormirse durante la oración, y en algunos de esos momentos de profunda unión con Dios, el Niño Jesús se le aparecía y pasaban horas conversando. También amaba la música, cantaba y tocaba la vihuela española, y siempre componía canciones de amor a Jesús: “Oh, mi Dios, ¡si te amara! Oh, ¡si te amara, mi Dios! ¡Y amándote ardiera en llamas de Amor!”

Entendió definitivamente que el Señor no la quería en un claustro a través de su santa preferida, Santa Catalina de Siena, laica consagrada dominicana. Al igual que ella, consagró su vida en la Orden Tercera de Santo Domingo, adoptando el hábito de laica consagrada, y también celebró sus esponsales en una Santa Misa presidida por su confesor, donde recibió un anillo como signo de su pertenencia esponsal a Jesús.

El amor al prójimo, que en su vida se traducía en obras concretas, la llevó a establecer, cerca de su casa, un pequeño hospital para cuidar a los enfermos, los más pobres y los esclavos, y para ello también contó con la ayuda de San Martín de Porres.

Su vida fue oración, simplicidad, silencio, recogimiento, penitencia y ascetismo, servicio y caridad, siempre en busca de amar más perfectamente a Dios para configurarse a su Amado Jesús.

Se enfermó y ningún médico podía decir de qué mal padecía, porque el Señor ya le había revelado cómo y cuándo moriría, y ella simplemente respondía que su padecimiento era una permisión de Dios y que en vano los demás buscaban su origen.

Señor, más y más: cumple tu voluntad adorada, aumenta el peso de los dolores; pero aumenta mi paciencia y tu ayuda, pues sin ella nada puedo.” Esta era su oración constante ante su enfermedad. En medio de los fuertes dolores de su agonía decía: “¡Mi Dios, mi Señor, mi Jesús y mi amor, dame dolores!” El 24 de agosto de 1617, a los 31 años, hizo su Pascua mientras decía: “Jesús, Jesús, estate conmigo.

Que Santa Rosa nos enseñe que la santidad se construye abrazando la voluntad de Dios en nuestro día a día, haciendo de nuestra vida una alabanza y entrega al Señor con cada pequeño sacrificio de amor.

¡Santa Rosa de Lima! ¡Ruega por nosotros!


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