Al pueblo que estaba en la carestía, en Egipto, el faraón dijo: “Sigan a José. Hagan lo que él les diga” (Gn 41,55). Y José, el mayordomo real, la personalidad más importante del reino después del faraón, guardián de sus tesoros, distribuyó los bienes que habían sido acumulados en el tiempo de la abundancia.
José de Egipto es una prefiguración de aquel a quien Dios quiso confiar Sus más preciosos tesoros: Jesús y María. En esto vemos el inigualable privilegio que recibió San José. ¡A este singular Santo, Dios mismo eligió, para someterse! Junto a la Virgen María, San José es el primer depositario del misterio divino1.
Los tesoros y los misterios divinos están guardados como secretos del corazón de San José. Vemos que Santa Teresa, así como tantos otros santos, lo señalan como maestro de la vida interior: “Quien no encuentra maestro que le enseñe a rezar, tome a este glorioso Santo como guía y no errará en el camino2”.
Porque como José de Egipto reservó el trigo para su pueblo, así “San José recibió el Pan vivo del cielo para guardarlo para sí y para el mundo entero3”. Él es el siervo fiel y prudente que el Señor constituyó sobre su familia para darles alimento en el momento oportuno4.
“Seguir a José” — nos indica el Magisterio de la Iglesia e imitar a los santos5. Después de la Virgen María, no existió ni podrá jamás existir un santo comparable a ese glorioso Patriarca. Dios reunió en José, como en el sol, afirma San Gregorio de Nazianzo, toda la luz y el esplendor de todos los otros santos juntos6.
Según el Papa León XIII, San José participa en una manera singular a través del pacto matrimonial, de la excelsa grandeza de la Virgen María. “No tuvo dudas de aquella altísima dignidad, por la cual a Madre de Dios está por encima de todas las otras criaturas, él se le aproximó más de cualquier otra persona7”.
Dentro de los dones inigualables que San José recibió en el castísimo matrimonio con la Virgen María, el más sublime fue, sin lugar a dudas, la paternidad de Jesús. “Por causa de aquel matrimonio fiel, ambos merecen ser llamados ‘padres de Cristo’, no sólo apenas la Madre, mas también aquel quien fue su padre, en el mismo modo en que fue cónyuge de su Madre, cosa distinta por medio de la mente y no de la carne8”.
Oh glorioso José, esposo de María y padre de Jesús, entre todos los santos se impone por su sublime dignidad. Es el motivo de su particularísima eficacia de su intercesión delante de Dios, como testimonió Santa Teresa de Jesús:
No me recuerdo de haberle suplicado por alguna cosa que haya dejado de hacer. Es cosa de contar las grandes gracias que Dios me dio por medio de este bienaventurado Santo, y de los peligros de los que me he librado, tanto en cuerpo como en el alma (…). El Señor nos quiere dar a entender que, así como le fue sugerido en la tierra (…), así mismo en el Cielo hará cuanto se le pide9.
¡Volteemos, entonces, verso José! ¡Recurramos a su poderosísima intercesión! Adentrémonos en el misterio escondido en su corazón y descubramos por medio de este excelente maestro, los tesoros del Verbo Encarnado; así como también de Su Santísima Madre, para ver las gracias de la intimidad con Dios, las riquezas de la vida interior.
Traducción: Manuel Quezada
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1 Cf. San Juan Pablo II, Redemptoris custos, 5.
2 Libro de la Vida, capitulo 6, párrafo 8.
3 San Bernardo, Omelia super “missus est” 2, 16.
4 Cfr. Mt 24, 45.
5 Vea los siguientes documentos pontificios en relación al tema: Redemptoris Custos, de Papa Juan Pablo II; Quamquam Pluries, de Papa León XIII; Inclytum Patriarcham, de Papa Pío IX; Quemadmodum Deus, de Papa Pío IX; Bonum Sane, de Papa Benedicto XV; Las voces, de Papa Juan XXIII.
6 Cfr. Gasnier Michel, Los silencios de san José, Ed. Palabra, Madrid, 1980, p. 207.
7 Quamquam Pluries.
8 Agustín en Redemptoris Custos, 7.
9 Libro de la Vida, capítulo 6, parágrafo 6.